El 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, es una jornada para reivindicar la igualdad y recordar que la opresión patriarcal sigue presente en múltiples ámbitos de nuestra vida. Uno de los espacios donde esta desigualdad se manifiesta con crudeza es en el acceso a la vivienda, un derecho fundamental que sigue condicionado por factores económicos, sociales y de género.
Las mujeres, especialmente las más vulnerables, se enfrentan a enormes obstáculos para acceder a una vivienda digna y segura. Las mujeres jóvenes que buscan independencia se encuentran con un mercado laboral inestable y precarizado, con contratos temporales, sueldos bajos y jornadas parciales. Para muchas, la única opción viable es compartir piso, lo que en el mejor de los casos significa convivir con gente desconocida en viviendas caras y mal acondicionadas. Otras, directamente, no pueden salir de su hogar familiar, viéndose obligadas a posponer su independencia más allá de lo que desearían. Para las mujeres sin pareja, vivir solas es un privilegio inalcanzable. El acceso a una hipoteca es más difícil con un solo salario, y los alquileres han subido tanto que es más económico compartir o vivir en pareja. Pasados los 40 años, compartir piso deja de ser una opción deseable, pero sin una alternativa viable, muchas mujeres se ven atrapadas en una situación de inestabilidad o dependencia económica de familiares o exparejas.
Muchas mujeres víctimas de violencia de género no pueden dejar a su agresor porque no tienen recursos suficientes para acceder a una vivienda propia donde protegerse a sí mismas y a sus hijos e hijas. La falta de alternativas habitacionales las obliga a permanecer en entornos peligrosos, mientras las políticas de vivienda pública siguen sin dar respuestas suficientes a esta emergencia. Las mujeres mayores que han trabajado toda su vida para mantener sus hogares se enfrentan a un nuevo peligro: los fondos de inversión que buscan despojarlas de sus viviendas para seguir especulando con el mercado inmobiliario. Con pensiones de miseria y residencias con precios inalcanzables, muchas se ven en la indigencia o luchando contra desahucios injustos en sus propias casas.
Las mujeres migrantes enfrentan una doble discriminación: por su origen y por sus condiciones laborales precarias. Muchas trabajan sin contrato o con sueldos en B, lo que impide que puedan acceder a alquileres regulados o hipotecas. Además, sufren racismo inmobiliario, con propietarios que se niegan a alquilarles viviendas por prejuicios o directamente les imponen condiciones abusivas. Para muchas mujeres trans, conseguir un empleo estable sigue siendo un desafío, debido a la discriminación en el mercado laboral. Históricamente, esto ha llevado a muchas de ellas a la prostitución como única vía de supervivencia económica. Sin un empleo fijo y sin ingresos regulares, el acceso a una vivienda digna es prácticamente imposible. La exclusión social y la transfobia en el mercado de alquiler hacen que muchas terminen en situaciones de vulnerabilidad extrema y sin hogar.
Las condiciones precarias laborales y una vivienda imposible también condicionan la libertad de la mujer para elegir ser madre. La inestabilidad económica y la falta de acceso a un hogar digno obligan a muchas mujeres a postergar la maternidad hasta alcanzar una estabilidad que, en muchos casos, llega tarde. Esto ha dado lugar a que las clínicas de fertilidad encuentren un negocio lucrativo en la desesperación de mujeres que, después de años esperando condiciones óptimas para tener hijos, se ven obligadas a recurrir a tratamientos costosos cuando su fertilidad ha disminuido con la edad.
Además, para aquellas mujeres que son madres, la carga de los cuidados de los hijos e hijas recae mayoritariamente sobre ellas, lo que dificulta aún más su acceso a una vivienda digna. La falta de conciliación laboral lleva a muchas a reducir su jornada de trabajo, lo que implica menos ingresos y, por lo tanto, menos posibilidades económicas para independizarse o mantener un hogar propio. Otras se ven forzadas a renunciar a su carrera profesional, quedando en una posición de dependencia económica o en situación de precariedad. Muchas de ellas también sufren violencia patrimonial, un tipo de violencia económica ejercida a través del control de los recursos financieros, impidiéndoles acceder a una vivienda propia o utilizándola como herramienta de coerción para mantenerlas atadas a relaciones de abuso. La falta de políticas de conciliación y apoyo a la crianza no solo refuerza la desigualdad de género, sino que además perpetúa un sistema en el que la vivienda sigue siendo un privilegio inaccesible para muchas mujeres.
El acceso a una vivienda digna no puede ser un privilegio sino un derecho garantizado para todas las personas. Sin embargo, el patriarcado y el capitalismo se combinan para seguir excluyendo a las mujeres de este derecho fundamental. Por eso, este 8M, desde La PAH, reivindicamos que la lucha feminista y la lucha por la vivienda van de la mano.
- Porque sin igualdad económica, no hay independencia.
- Porque sin vivienda digna, no hay libertad.
- Porque si tocan a una, respondemos todas.
¡Exigimos medidas reales para que ninguna mujer tenga que elegir entre la precariedad y un techo!
